“No soporto que hagas esto.” Va y me suelta cuando, en broma, le había dado una palmadita en el brazo.

Por su tono de voz, podía estar hablando del tiempo, del color de la pintura que había escogido, o incluso del gofre que se había comido para desayunar. Pero sus palabras eran claras, directas y al grano. Se refería a mí. 

Por alguna extraña razón, esas palabras me sentaron mal.

¿Es que no le gustaba todo lo yo hacía? Aparentemente, no. 

No llevábamos demasiado tiempo casados, y se suponía que todavía estábamos en la fase de luna de miel… Parece ser que ese barco ya había zarpado. 

Al cabo de un par de semanas, estábamos acurrucados en el sofá (es lo que se hace en la luna de miel, ¿no?) y mi querido esposo empezó a hacer crujir los nudillos de la mano. ¡Menuda grima!

No me pude reprimir y dije: “¡No soporto que hagas esto!”

A él no le sentó tan mal (no es de extrañar), pero, con el tiempo, esos nudillos nos dieron una lección importante sobre el matrimonio. A tu pareja no le encanta todo lo tuyo, ni a ti todo lo suyo.

En algún momento aparecerá algún mal hábito, o algún rasgo peculiar de la personalidad, que no te gustará. Quizás se corte las uñas sobre la cama (eso no es razón para el divorcio, no), o jamás utilice el cesto de la ropa sucia…O quizás emita un silbido extraño mientras duerme.

Pero, ¿sabes qué? Tú también tienes algo peculiar o incluso molesto y probablemente esperas que tu pareja lo pase por alto y valore el buen partido que eres.

Así que, la próxima vez que se te pongan los pelos de punta (e incluso te hierva la sangre) por algo que no es gran cosa, mira más allá de esas peculiaridades y, en cambio, fíjate en lo que más te gusta del otro. Por ejemplo, que ha dejado la ropa sucia justo al lado del cesto.